Las necesidades sociales son muchas, en ocasiones se cuentan
demasiadas, y muy variopintas. Por ese mismo motivo, pretender escoger entre
una de ellas a la ligera no sería sino un error, hay que encontrar algún modo
de selección. Seguramente muchos tratarían de observar aquella que le es más
inmediata, la que empeora su vida a costa de su felicidad, pero también es
cierto que eso empuja a obviar otras que, a largo o corto plazo, podrían
afectarle del mismo modo.
Por eso mismo uno puede llegar a preguntarse ¿Qué es
necesario cambiar en la sociedad para que esta avance y mantenga y transmita
todo aquello que nuestras intervenciones hacen por nuestra comunidad? La
respuesta aparecía ya en el primer ensayo: La educación es el pilar de la
sociedad.
Como primer paso, debemos definir la educación o, por lo
menos, lo que a lo largo de este ensayo se entenderá en relación con la
palabra. Normalmente, y según la propia tradición de este país, se ha entendido
la educación como la reclusión de los jóvenes y su sometimiento a estrictas
cadenas de mando que no hacen sino introducir a mazazo limpio conocimientos
sobre todos los temas que se puedan, provocando lo que actualmente se conoce
como infoxicación, y consiguiendo que la impresión que el alumno saca del
sistema y los centros de enseñanza no sea muy diferente al del sistema
penitenciario.
Lejos ya de una, entiéndase sutilmente satírica, descripción
básica, lo que se entiende aquí por educación no es sino un mundo aparte que
realmente no está tan lejos como lo observamos: Se trata de educar no en conocimientos,
sino en aptitudes. Se trata de dotar a las próximas generaciones de una
inteligencia emocional, una estabilidad, saber estar, valores comunes y
capacidad de gestión tanto individual como colectiva. En definitiva, educar no
es sino crear seres humanos que exploten al máximo su sociedad sabiendo ver lo
bueno que pueden sacar de ella.
Si nos preguntamos en este punto por qué esta intervención
es tan importante, para aquellos que no sepan la respuesta de antemano, se hace
evidente que su relevancia reside en dos niveles: Tanto el presente como el
futuro.
El presente es incierto y dañino, eso muchos lo piensan. Las
quejas que se escuchan a diario en cualquier medio de comunicación, aunque no
sea de masas, muestra un mundo horrible ante nuestros ojos que percibimos pero
no entendemos. Todos, sino solo bastantes, de los problemas sociales de hoy en
día están movidos por la avaricia, el odio a aquello diferente, el atractivo
del poder, el caballero Don dinero, la despreocupación generalizada, las
ataduras laborales y un fuerte individualismo. Todas estas facciones del ser
humano son un cáncer social que, si de verdad queremos alcanzar una sociedad
justa e igual, el definitivo estado del bienestar, han de ser erradicadas.
Es aquí donde la educación coge su fuerza. Muchos piensan ya
que la generación nacida a partir de los 80´ son malos, los de los 90´ peores y
los del futuro mejor no definirlos. Una decadencia considerable y peligrosa que
ha situado a gente que presuntamente se libraría de estos estigmas en
situaciones de poder en las que resultan evidentes sus cojeras. Para entender
este punto basta con mirar a los políticos, el 1% más rico de la población o
aquellos alabados socialmente de dudosa capacidad.
Pero si aceptamos esta decadencia como cierta, eliminar hoy superficialmente
el problema causaría, inevitablemente, su empeoramiento en el futuro. Por eso
mismo se debe intervenir primero en la educación, para que esos hombres emocionalmente
sanos de los que se hablaba tengan una posición real de cambiar el mundo.
La pregunta obligada en este punto sería el cómo se puede
llevar a cabo semejante acción. No se negará que es una difícil tarea, pero se
puede abordar y, sin duda, es algo necesario. Se podrían diferenciar varios
bloques de acción: La preparación para la enseñanza, la reforma de las
escuelas, el cambio del sistema educativo y la valoración positiva de aquello
constructivo.
La preparación para la enseñanza no es para los futuros
hombres sino para los actuales que se preparan para enseñarles. Es necesario
eliminar la cientificidad estricta que se ha apoderado de las enseñanzas de
magisterio y que empuja a entender a las personas como meros robots químicos,
que pueden ser manipulados, reconstruidos e imitados. Actualmente se enseña con
más ahínco la estructura química del cerebro que la propia persona y eso es, a
todos los aspectos, un error. El primer campo de acción sería concienciar a los
estudiantes de magisterio de que no están tratando con maléficas máquinas en
miniatura, sino con personas con un gran potencial que debe ser explotado
correctamente. Concienciar al maestro de que el alumno puede superarle junto a
sus compañeros.
La reforma de las escuelas es otro aspecto importante. Si se
observan los patios de recreo de un colegio y los de una prisión se observan
aterradoras semejanzas. La reforma del espacio escolar para convertirlo en algo
que sus usuarios asocien con la alegría de aprender, de estar con gentes de edad
semejante y disfrutar de su compañía. Convertir la escuela en el lugar al que
uno quiere ir para sentirse socialmente vivo.
El siguiente punto, el cambio del sistema educativo, se
asemeja con el siguiente. Las reformas que se han hecho actualmente son, en
cierto modo erróneas, pero sobretodo fallidas en lo referente a la estructura.
El plan Bolonia que se ha implantado en las universidades tenía buenas
intenciones, pero sus fallos residen en dos partes: Primero, la reforma no
debería empezarse por arriba, sino desde abajo, con las escuelas primarias;
Segundo, a los que entran en ese programa nunca se les ha enseñado a estudiar,
a trabajar en equipo y a realizar una práctica real de lo aprendido,
simplemente se les ha hecho tragar información. Por eso mismo la reforma del
sistema iría orientada a los años de primaria, enseñando a esos niños la forma
de estudiar, a relacionarse con sus compañeros, a actuar en lugar de mirar y,
en definitiva, a pensar.
La valoración positiva de aquello constructivo no es sino
aquellos aspectos, valores, aptitudes o cualquier sinónimo en los que debería
basarse el sistema. Una meritocracia que fomente la participación, el interés y
la cooperación en lugar de la asimilación de conocimientos.
Si estos cambios se llevasen a cabo, gradualmente y
ascendiendo en la estructura educativa progresivamente, no radicalmente, el
resultado sería aquel hombre emocionalmente sano del que hemos hablado y que,
una vez tiene las bases, crecerá intelectualmente como miembro del grupo y se
verá a sí mismo con la capacidad para cambiar las cosas y eliminar, siempre
dentro de los niveles realistas y posibles, el resto de necesidades sociales
que nos agobian hoy en día.
Se hace imperativo en este punto resaltar algo importante.
Es lógicamente cierto que este cambio solo muestra mejorías en términos futuros
y transmite la sensación de que se lega en las siguientes generaciones el
buscar la solución mientras las que ya estamos aquí nos miramos el ombligo.
Esto es falso, pues este sistema nunca podría funcionar, ni siquiera
implantarse, si no nos esforzamos en cambiar la mentalidad actual y abordar
todas estas temáticas para educar no en los problemas sino en las soluciones. Esta
diferenciación en niveles ya se ha abordado antes y es algo muy importante, es
necesario organizar el presente, intervenir en él pero teniendo siempre en
cuenta, como un horizonte utópico, el futuro de una sociedad mejor.
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